lunes, 31 de mayo de 2010

DODECÁLOGOS DE UN CUENTISTA

Dodecálogo de un cuentista
I
Contar un cuento es saber guardar un secreto.
II
Aunque hablen en pretérito, los cuentos suceden siempre ahora. No hay tiempo para más y ni falta que hace.
III
El excesivo desarrollo de la acción es la anemia del cuento, o su muerte por asfixia.
IV
En las primeras líneas un cuento se juega la vida; en las últimas líneas, la resurrección. En cuanto al título, paradójicamente, si es demasiado brillante se olvida pronto.
V
Los personajes no se presentan: actúan.
VI
La atmósfera puede ser lo más memorable del argumento. La mirada, el personaje principal.
VII
El lirismo contenido produce magia. El lirismo sin freno, trucos.
VIII
La voz del narrador tiene tanta importancia que no siempre conviene que se escuche.
IX
Corregir: reducir.
X
El talento es el ritmo. Los problemas más sutiles empiezan en la puntuación.
XI
En el cuento, un minuto puede ser eterno y la eternidad caber en un minuto.
XII
Narrar es seducir: jamás satisfagas del todo la curiosidad del lector.

Nuevo dodecálogo de un cuentista
I
Si no emociona, no cuenta.
II
La brevedad no es un fenómeno de escalas. La brevedad requiere sus propias estructuras.
III
En la extraña casa del cuento los detalles son los pilares y el asunto principal, el tejado.
IV
Lo bello ha de ser preciso como lo preciso ha de ser bello. Adjetivos: semillas del cuentista.
V
Unidad de efecto no significa que todos los elementos del relato deban converger en el mismo punto. Distraer: organizar la atención.
VI
Anillo afortunado: a quien escribe cuentos le ocurren cosas, a quien le ocurren cosas escribe cuentos.
VII
Los personajes aparecen en el cuento como por casualidad, pasan de largo y siguen viviendo.
VIII
Nada más trivial, narrativamente hablando, que un diálogo demasiado trascendente.
IX
Los buenos argumentos jamás pierden el tiempo argumentando.
X
Adentrarse en lo exterior. Las descripciones no son desvíos, sino atajos.
XI
Un cuento sabe cuándo finaliza y se encarga de manifestarlo. Suele terminar antes, mucho antes que la vanidad del narrador.
XII
Un decálogo no es ejemplar ni necesariamente transferible. Un dodecálogo, muchísimo menos.
Andrés Neuman

LA FELICIDAD

Me llamo Marcos. Siempre he querido ser Cristóbal.
No me refiero a llamarme Cristóbal. Cristóbal es mi amigo; iba a decir el mejor, pero diré que el único.
Gabriela es mi mujer. Ella me quiere mucho y se acuesta con Cristóbal.
Él es inteligente, seguro de sí mismo y un ágil bailarín. También monta a caballo. Domina la gramática latina. Cocina para las mujeres. Luego se las almuerza. Yo diría que Gabriela es su plato predilecto.
Algún desprevenido podrá pensar que mi mujer me traiciona: nada más lejos. Siempre he querido ser Cristóbal, pero no vivo cruzado de brazos. Ensayo no ser Marcos. Tomo clases de baile y repaso mis manuales de estudiante. Sé bien que mi mujer me adora. Y es tanta su adoración, tanta, que la pobre se acuesta con él, con el hombre que yo quisiera ser. Entre los fornidos pectorales de Cristóbal, mi Gabriela me aguarda ansiosa con los brazos abiertos.
A mí me colma de gozo semejante paciencia. Ojalá mi esmero esté a la altura de sus esperanzas y algún día, pronto, nos llegue el momento. Ese momento de amor inquebrantable que ella tanto ha preparado, engañando a Cristóbal, acostumbrándose a su cuerpo, a su carácter y sus gustos, para estar lo más cómoda y feliz posible cuando yo sea como él y lo dejemos solo.

Andrés Neuman

La muerta

Cierto día, un compañero de colegio señaló en la calle a una mujer, diciéndome:
-Mírala, está muerta.
A mí me parecía imposible que una difunta se moviera con aquella naturalidad entre la gente. De hecho, sabía que era mentira, pero resultaba excitante creérselo, así que le seguí el juego. Mi amigo me aseguró que era capaz de distinguir a una mujer muerta entre mil mujeres vivas.
-¿Pero en qué lo notas?
-En nada en concreto y en todo a la vez. Si te fijas, van envueltas como en una burbuja de paredes invisibles. Cuando seas capaz de percibir esa burbuja, aprenderás a distinguirlas.
A los pocos días de esta conversación, iba dando patadas a las piedras por mi calle, cuando vi a una mujer dentro de la burbuja. La burbuja la puse yo seguramente, pero la mujer era completamente real. La seguí con disimulo hasta la Avenida de América, y luego por Francisco Silvela, hasta llegar a una ferretería en la que entró para salir al poco del brazo de un sujeto muy alto, con bigote a lo Clark Gable. El hombre estaba vivo, desde luego, y no trataba a la mujer como a un cadáver. Al contrario, se acercaba a su cuerpo cuanto le era posible, desplazando la pared de la burbuja hacia el otro lado, y le besaba el cuello a través de esa membrana que parecía no detectar. Entraron en un bar que hacía esquina con la calle de Méjico y se comieron un bocadillo de calamares cada uno. Cuando ella alargaba el brazo para tomar de la barra el vaso de cerveza, sacaba la mano de la burbuja sin romperla, del mismo modo que algunos objetos son capaces de penetrar en una pompa de jabón.
Comencé a centrar mi atención en él. Parecía el prototipo de individuo mundano que por entonces yo mismo aspiraba a ser. Una persona con clase, pensaba ingenuamente, debe moverse con la misma naturalidad entre los muertos y los vivos. Aquel hombre actuaba con una soltura increíble y sabía en qué momento tenía que abrocharse o desabrocharse el botón de la chaqueta o pasarse el dedo índice por el extremo del bigote, como para recoger, más que una miga de pan, un pensamiento. Al salir del bar, él la tomó de la cintura y la atrajo hacia sí con tal violencia que la sacó sin darse cuenta de la burbuja. Entonces abandoné la persecución con la idea romántica de que el amor consiste en rescatar al otro de la muerte, y decidí esperar mi oportunidad.
A los pocos meses llegó al barrio una chica nueva, con burbuja. Era muy joven para estar muerta, pero lo consulté con mi amigo y me dijo que las había de todas las edades.
-Una prima mía de tres semanas está muerta también.
-¿Y qué dicen sus padres?
-No lo saben. La mayoría de la gente no ve la burbuja.
Me enamoré como un loco, y, cuando logré reunir el dinero suficiente, la invité a un bocadillo de calamares en el bar de Francisco Silvela esquina a Méjico. Luego intenté acercarme para rescatarla de la burbuja, pero no se dejó. Y al día siguiente, cuando pasé cerca de un grupo en el que se encontraba ella, noté que me señalaba con expresión de burla. Estaba presumiendo de haberme sacado un bocadillo de calamares, que para nosotros era una fortuna. Entonces, pese a mi timidez, me acerqué al grupo y, apuntándole al pecho con el dedo, le dije:
-Estás muerta. No vayas a creerte que no lo sé.
Todas sus amigas se alejaron un poco, como con miedo a contagiarse, y desde entonces arrastró una vida solitaria, que yo tampoco intenté aliviar, aunque me lo pedía con los ojos. Se casó con un muerto de hambre con el que asiste a misa de difuntos todas las semanas. Continúa en el barrio, y, cuando me acerco por allí, a ver a mis padres, se hace la encontradiza para que la libere de la burbuja en la que sigue atrapada. Pero ahora, aunque quisiera, no podría, porque yo mismo he ido encerrándome durante todos estos años dentro de una membrana transparente y flexible de la que sólo podría rescatarme una mujer viva.
Juan José Millás

miércoles, 26 de mayo de 2010

Erase una vez...

Erase una vez que se era una niña linda y primorosa que vivía en un planeta sembrado de cuentos, colores y banquetes de flores con formas de letras. La niña linda tenía un nombre secreto que, nada más verte, se transformaba ipso facto en el descanso y el alivio de todas las penas. Cargadita de historias de celofán, envolvía los infortunios con sus pequeñas y delicadas manos mientras te hablaba con luz en los ojos de la ternura de su vástago.
Fue así como llegué a su planeta, en un hueco de mi alterada agenda, a las diez y media, con pocos minutos y muchos relojes, y así fue como salí a no sé qué hora, con el alma cuajada de historias, un mandala, una oveja, una pulsera mágica, el almuerzo, dos sonrisas y una guerra de las galaxias...